Esta foto la guardo
con cariño en mi archivo digital personal por el valor y gran significado
espiritual que tiene para mí.
Fue captada en mis vacaciones pasadas a mi
tierra natal, a la Isla de la Juventud.
Seis meses habían pasado sin regresar a
ella, a mi familia, a mis calles, a mi gente, a mi barrio.
Viajé en un Catamarán que iba con capacidad
disponible y me senté en el lado oeste para divisar el sol de la tarde.
La partida desde el puerto de Batabanó fue a
las cuatro de la tarde y llegamos al puerto de Nueva Gerona casi a las siete de
la noche.
Era una tarde hermosa, con varias
tonalidades de color naranja, con nubes negras y grises que asemejaban un
cuadro abstracto, de esos que abundan en las galerías de arte de todo el mundo.
Pero este cuadro tenía un valor
incalculable, era obra de Dios para embellecer aún más a la Madre natura.
Seis meses sin ver a mis padres, a mi
familia y era un regalo navegar con buen tiempo, con un mar en calma, con los
colores de la vida al alcance de mis ojos.
Recuerdo las incontables ocasiones en que
viajaba en las embarcaciones en las que podíamos caminar por sus laterales,
recibir la brisa del mar, lanzar al agua una flor, pedir un deseo, contemplar cada
detalle de las olas o del fondo marino.
La hermeticidad de este modelo de barco
impide el contacto con ese inmenso azul que nos abraza durante las horas del
trayecto, nos impide captar con una cámara fotográfica imágenes donde lo
increíble, irrepetible y artístico de la naturaleza, quedan en el recuerdo.
Tuve que conformarme con esta foto, captada
a través del cristal, mientras entrábamos al río Las Casas, y se la regalo a
los miles de pineros y visitantes que han cruzado el Golfo de Batabanó rumbo a
la mágica islita del Caribe.
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