Por arte de libro en Feria me vi de pronto en la Isla; en la otra
nuestra, la de la Juventud, o de Pinos (lo cual haría coherente el gentilicio
Pineros) o De las Cotorras, o de Los Piratas, o Del tesoro, o De los 500
asesinatos (como la definió Pablo de la Torriente Brau, por el Presidio Modelo)
o Reina Amalia, como primeramente le llamara Colón.
Isla que se recompone aun
de golpes arrasadores que vienen al compás del trío Matamoros “Cada vez que me
acuerdo del ciclón, se me enferma el corazón”. Y quien quita que en el fondo
espiritual de muchos pobladores esté latiendo, innombrable, una nueva manera de
definirla: La Isla de los ciclones.
La vegetación ha recobrado en buena parte su belleza, aun quedan
techos pendientes; el boulevard de su calle José Martí, va en proceso acelerado
de re-construcción, con toda la majestuosidad y acento pinero que dan sus
ladrillos, tejas, cerámicas y mármoles típicos.
La gente hospitalaria, siempre
dispuesta a compartir un guachi “baja muertos” y mucha charla, como seres
sedientos de noticias, y desde el orgullo —no sin la queja penante—, de ser parte de una isla dentro de otra isla.
En esos arremolinados
días (cuatro tan intensos como todo un año) me vi de pronto ante un buen signo,
La UNEAC estrenaba su vieja casona hecha nueva, mejor aprovechada, más útil,
deslumbrantemente hermosa.
Su galería mostraba un mosaico de obras interesantes
dentro de la cual un personaje me sacudió: un viejito patilludo, con su boina
de antiguas batallas, venía hacia mí, apoyado en su bastón, y su jaba de hacer
mandados, como a punto de cruzar una esquina, mirándome —más bien
interrogándome—, desde su mundo en blanco y negro, de pocas luces, las
suficientes casi para siluetearlo.
Me asomé, —interesado—, al rótulo de la
obra, pero el nombre de su autor me era desconocido. Saliendo de allí, un
piquete de entrañables herejes, escritores, poetas, periodistas del terruño, me
arrastraron calle abajo hasta una casa como embrujada, a la que se sube por
escaleras sin barandas, de enredaderas y plantas variopintas, como único sostén
(físico y visual) que no logra ocultar su falta de maquillaje. Su anfitrión un
ser ciclónico, que te arrasa con un cariño inmediato, agresivo, que te juzga
como un manotazo de principios y exige que definas tu bando: el de los
indiferentes (por lo cual quedas excluido automáticamente) o el de los que
sufren, sueñan, desafían, asumen cada problema humano —desde la uña del ser que
te roza el hombro, hasta una simple contrariedad en el semejante más lejano en
el planeta—, o sea, su bando, el bando de
Jaime Prendes.
Las fotos, estallan por todos lados en esa
pequeña sala-cuarto de estudio, arremolinando el tiempo de esa isla; los amigos
reales, que compartían canciones y versos se empezaron a confabular con
fantasmas que emergían desde obras diversas debatiendo el país, el universo,
los días y las noches, entre el espanto y la ternura. “Drume negrita” la
belleza africana, sudada, introspectiva, reza en mi alma desde el otro lado de
una vela; “Juventud Rebelde” es un jinete audaz que desafía al mar, acaso al
horizonte denso, encapotado, en su brioso caballo a punto de vuelo; “El último hombre” como un Robinson en su mínima
isla, una cámara, flota en su soledad, como meditando, sin irse ni venir, quien
quita que preguntándose si es en realidad el hombre final o el primero de otra
era. Y en rojo y negro “Conquistando el futuro” la Marilyn pinera, la
ingenuidad risueña de la Monroe vestida de pionera, con la boina de octubre de
amuleto. No me canso de mirarla, de hacer lecturas y lecturas, que van a dar a
tantos parajes remotos y cercanos; algo que solo ocurre con las grandes obras.
Ahora pienso que aquel viejito que estaba de mandados, a punto de cruzar
una esquina, en blanco y negro, cambió su destino al ver que no reconocía la
firma de su creador en el rótulo. Me hizo un guiño para que atravesara los
límites de la realidad, y arribara al mundo de colores y tonos, de quien lo
había inmortalizado; alguien que se expresa mediante los personajes de su
tierra, y la define y recrea, con mirada turbulenta, sufrida, amada. Jaime
Prendes tiene amasado un universo espiritual en el que se funden su vida y sus
imágenes, universo que ha lanzado al mar en una botella, para que viajen de su
isla a su otra isla, (la que puede asemejarse a un caimán o un planeta),
enviando su grito de dolor y esperanza.
El Diablo Ilustrado