Cada atardecer
es diferente desde el mi balcón habanero.
Se dibuja un
misterio de luces que van diciendo adiós al día.
Destellos con
el color de Carapachibey, donde el anaranjado se viste de varios matices.
Es un adiós que
da paso a la noche, ese manto negro que nos incita a buscar otros mundos en el
entorno.
Un mundo de
sombras, de fantasmas ocultos tras rostros desconocidos.
Pero este
pinero sigue extrañando a su ínsula caribeña, la tierra de bellos parajes
llenos de tesoros escondidos.
Mientras
disfruto cada detalle de mis atardeceres desde La Habana, mi segunda madre, esa
que me acogió para brindarme su amor incondicional y que también está dispuesta
a dibujarme un paisaje en el horizonte para así no morir de melancolía.
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