Hoy vuelvo a
conversar con ustedes sobre la llamada Capital de todos los cubanos.
La Habana, este
sitio bañado por las olas del mar del norte y que es místico viaje en el tiempo
y el espacio para millones de seres de Cuba y del mundo.
Cuando joven
nunca quise vivir en “la poma”, como se le decía por aquel entonces.
Aquí estudié, y
regresaba una y otra vez a mi terruño pinero, a la Isla de la Juventud.
Este guajiro no
se adaptada a la agitada vida citadina.
Pero la vida me
tenía en mi destino que regresara acá y echara anclas en su mar de ensueños.
La Habana me
abrió las puertas que en alguna ocasión alguien me quiso cerrar, y llegué a la
cúspide de la locución cubana en las dos emisoras más importantes de este país:
Radio Progreso y Radio Rebelde.
Solo aportando
con sencillez, humildad y modestia, a la historia de una profesión tan amada
por el pueblo y tan sacrificada en horarios y desvelos.
En uno
de mis recientes viajes a la otrora Isla de Pinos, mientras visitaba a mis padres
y veía por la televisión un reportaje sobre La Habana, se me apretó el pecho y
salieron lágrimas de mis ojos.
Increíblemente
no extrañaba a persona alguna, aquella sensación de tristeza, lejanía y melancolía
me la provocaba precisamente esta mega ciudad, sus calles, su arquitectura, sus
parques y espacios verdes, sus encantos al caminarla, y por encima de todo su
malecón bañado por ese mar que se pierde en el horizonte y se convierte en
ocasiones en fiel confidente de tristezas y alegrías.
Me ericé la
piel al darme cuenta que ella formaba parte de mi historia, de mi vida, de mis
días y noches durante varios años.
Bien saben los
pescadores habituales de ese extenso balcón de la ciudad de La Habana y los
solitarios o románticos, cuánto se necesita de su aire, de su brisa, de su
gente y su risa.
La Habana no ha
desplazado a mi tierra natal, a mi Nueva Gerona y a toda la geografía de la
ínsula caribeña del archipiélago de los Canarreos, pero sin duda alguna me
cautivó y me enamoró.
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