En esta entrada del
blog tengo el inmenso placer de publicar una colaboración de un excelente amigo
de mi tierra.
El autor de esta bella leyenda es Pedro Celestino
Fernández Arregui.
Es la primera ocasión
desde su primer artículo el 3 de octubre de 2011 que este sitio publica un “cuento”,
género muy gustado por el público lector.
Agradezco su valiosa
entrega a los seguidores de Carapachibey.
Un potente ciclón
había azotado durante dos días el asentamiento aborigen en la costa sur de
Kamaraco. Sus endebles bohíos apenas resistieron el primer azote del fenómeno
tropical. Sus habitantes, indefensos ante la inclemencia del tiempo y asustados
por la ira de los Dioses, se habían refugiado en las tierras altas donde
estaban los árboles gruesos y fuertes. Agazapados entre sus enormes raíces que
sobresalían de la tierra, imploraron fervientemente a las deidades por su
protección.
Volvió la calma y lentamente regresaron a sus
asentamientos. No quedaba nada. El Jefe del núcleo reunió al grupo de indígenas
que habían sobrevivido a la catástrofe.
—Debemos consultar al sumo sacerdote de Caonao para que
nos oriente sobre el futuro.
—Es un camino escabroso y largo — dijo una mujer.
—Sí, es verdad, pero no importa lo difícil del camino, si
al final llegamos a feliz término. Todos tenemos un camino a seguir pero no
todos tenemos la fortaleza para emprenderlo y otros no pueden llegar al final.
Por tal motivo creo debe ir Carapachibey. Es joven, fuerte e inteligente
—afirmó el Jefe.
—Lo que digas, jefe. Para mí es una orden pero también un
gran honor. La voluntad de servir al pueblo es más fuerte que los obstáculos
existentes —dijo Carapachibey.
—Partirás al amanecer. ¿De acuerdo?
El sol apenas dejaba ver una claridad en el horizonte
cuando Carapachibey partió del lugar, armado de una lanza y un arco con varias
flechas. Tenía que ir bordeando la costa. Le gustaba contemplar las olas
rompiendo en los arrecifes, allí donde los había, el ruido arrullador que
producía y las espumas blancas que el aire se llevaba. Le cautivaban las playas
de arenas finas cubiertas de conchas y el agua salada, templada y cristalina,
que se postraba a sus pies y lo invitaba al chapuzón.
Sobre un tronco tumbado a escasos metros de las arenas se
sentó a descansar. Cogió de su morral un tamal y le tiró un pedazo a una iguana
que lo observaba debajo de una planta de hicacos. Un trozo de carne de cobo macerada en agua
salada y curtida por los rayos del sol, era su alimento preferido. Después
bebió el agua necesaria de la calabaza que llevaba atada a la cintura con un
bejuco. Se quedó un momento extasiado contemplando el mar, las gaviotas y
aspirando el aroma salitroso impregnado en el aire. De pronto, su mirada quedó
fija en una gran canoa que se desplazaba, paralela a la costa, muy lentamente.
Se asustó y se escondió detrás de un uvero de playa. Aquella canoa podía haber
sido enviada por los Dioses pero también podía ser de una tribu más fuerte y
desarrollada que ellos. Desde su escondite siguió con la vista la embarcación
que se dirigía al este, la misma dirección que llevaba él. Pensaba en su
regreso y el momento cuando le contara a la gente de su tribu lo que había
presenciado. Se quedarían con la boca abierta.
La noche lo sorprendió cerca del seboruco, como le decían
al peñasco que desafiaba el embate de las olas y el furor de los huracanes.
Podía dormir tranquilo porque sabía que no había animales peligrosos y el
ungüento de plantas aromáticas que se había untado por todo el cuerpo impedía
la picada de los grandes mosquitos y los diminutos jejenes.
Soñaba en todo el pánico que hubo en la aldea por el paso
de la tormenta. Oía gritos y ruidos de truenos. Despertó sobresaltado y
sudando. Los lamentos seguían llegando a sus oídos por lo que se incorporó y
miró hacia el lugar de donde provenían. Se horrorizó al ver como un grupo de
hombres de piel blanca, extrañamente vestidos, violaban a las mujeres de
Caonao. Los hombres de la aldea se encontraban atados, unos con otros,
incapaces de moverse. Carapachibey se fue acercando sigilosamente hasta
situarse a una distancia donde sus flechas podían hacer un blanco perfecto.
Comenzó a disparar las flechas, unas tras otras, con energía y precisión
mientras veía a aquellos seres extraños caer uno tras otro. Quedaban tres pero
sus flechas se habían agotado. Lo que les permitió tomar el bote y regresar a
su carabela. Mientras tanto las mujeres habían desatado a sus hombres y
corrieron para el bosque dónde se encontraron con Carpachibey.
-Tenemos que avisar a todos los pueblos del peligro que
nos acecha. Nos dividiremos para poder alertar a todos, lo más pronto posible.
Yo seguiré aquí observando sus movimientos- dijo el joven con decisión.
Después de que todos se hubieron marchado, volvió al
Seboruco de dónde podía observar mejor a los intrusos.
Con preocupación vio cómo habían bajado de la Gran Canoa
tres embarcaciones que se fueron llenando de hombres que iban descendiendo por
cuerdas, portando extraños artefactos. Desembarcaron con aquellos palos en la
mano que le parecían muy cortos para ser lanzas. También desembarcaron algo muy
pesado y grande como un cerdo y unas bolas como las pelotas de resina
endurecida que usaban en sus juegos.
Se paró en lo más alto del peñasco para que lo pudieran
ver y les gritó:
¡Fuera de nuestras tierras! ¡Vuelvan a sus casas!
No había terminado cuando varios de aquellos hombres
apuntaron sus armas hacia él y escuchó sonidos raros. De inmediato sintió como
si lo hubieran picado cientos de abejas en el costado derecho del abdomen y
cayó al suelo. Sintió ardor. Pasó su mano por el lugar y la retiró
ensangrentada. Lo habían herido con aquella arma desconocida que lanzaba
objetos a gran distancia. Se fue del lugar y recostándose a un árbol tomó de su
morral varias hojas, las roció con orine y se lo ató a la herida con tiras
finas de la corteza de un pequeño árbol. Después levantaba las manos al cielo
dando gracias al Gran Dios por mantenerlo vivo. Todo el proceso de la curación
lo sabía porque había visto como el behique
curaba las heridas de sus coterráneos. Sintió el ruido de hombres rompiendo
ramas. ¡Lo buscaban! Salió corriendo con dificultad hacia su lugar de origen.
El dolor era intenso pero no podía detenerse. Tenía que llegar a su
asentamiento para avisar a su pueblo y que pudieran lo protegerse de los
hombres malos. Para suerte de él, su vida en los montes le había servido para
vencer los obstáculos naturales con más facilidad que sus perseguidores y logró
aumentar la distancia que los separaba. Aprovechó esa distancia, para coger
algunas ramas de chorisias espinosas,
las ató con bejucos a una rama de un árbol flexible y las preparó de forma tal
que cuando tropezaran con los bejucos las ramas espinosas saldrían despedidas e
impactarían contra los cuerpos de los intrusos.
Siguió su camino, pero los pasos se volvían lentos. Las
fuerzas le flaqueaban y temía no poder llegar.
A sus oídos llegaron gritos de dolor. “La trampa ha
funcionado”, pensó. Todo lo veía borroso y las piernas le pesaban mucho, como
si la sangre que salía de las heridas y le corrían por las extremidades
inferiores, fuera la culpable. Se desplomó lento como el último ciervo que
hirió con una flecha. En medio del ruido de las olas le llegaban las voces de
los perseguidores.
— ¡Allí está! Lo hemos cogido. —dijo uno de los hombres
blancos.
Sentía la respiración de sus enemigos y las suelas de sus
fuertes botas rozar con las piedras afiladas de la costa. Con sus ojos casi
cerrados pudo observar al pequeño cangrejo que se desplazaba entre su rostro y
la punta de una espada afincada en las piedras.
— Pongáis a este perro boca abajo y colocaréis cuerdas en
piernas y brazos. Dos o tres sujetaréis fuerte las cuerdas. Y tú, Antonio,
buscad una rama de aquellas. ¡Las que tengan más espinas! —dijo uno de aquellos
hombres de forma autoritaria.
El siboney trató
de impedir que lo ataran, pero le era imposible. Terminaron de sujetarlo en el
mismo momento que llegaba el que había ido a buscar las ramas. El mismo hombre
que había dado las órdenes anteriormente, volvió a ordenar que lo azotaran con
aquellos gajos cubiertos de gruesas, fuertes y largas espinas.
No podía quejarse. Los Siboneyes eran pacíficos. Habían aprendido el arte de cazar pero no
el de la guerra y por eso los Taínos, grandes
guerreros, los desalojaron de casi toda Cuba, confinados en el extremo oeste y
en la Isla Kamaraco. Habían aprendido a soportar dolores y contratiempos de
toda índole. Cada golpe que recibía, apretaba los dientes, engullía el dolor,
hacía explotar la ira del verdugo y sus colegas que se encontraban molestos
porque sacaban sangre y tiras de piel, pero ningún quejido.
Voces conocidas llegaron a sus oídos. Su pueblo había
venido para rogar a los hombres blancos que liberaran a Carapachibey pero
estos, creyendo que iban a ser atacados, comenzaron a disparar contra los
indefensos aborígenes. El joven pudo ver cómo masacraban a sus hermanos y fue
entonces cuando destacados indígenas de América regresaron del pasado, presente
y futuro y se apoderaron del cuerpo del valiente joven. Fue así como la
descomunal fuerza del cacique venezolano Chacao y el caudillo mapuche
Caupolican; la osadía de los guerreros Lautaro, Hatuey, Toro Sentado, Moctezuma
y tantos otros que se enfrentaron a los colonizadores hicieron que el joven,
arrastrando a sus captores se incorporara y derribara a todos los que se
encontraba en su camino. Un testigo escribió: “El indio se iluminó como una
antorcha y a pesar de los disparos, no caía. Tuvimos miedo. Pero, gracias a
Dios, volvió a ser el indio moribundo y cayó al suelo”
Siglos después, los descendientes de aquellos hombres,
construyeron un faro en ese lugar y, sin saberlo, estaban rindiendo homenaje al
valeroso Siboney. Hoy el faro de Carapachibey, con su potente luz, protege y
orienta a las modernas carabelas que navegan al sur de la Isla de la Juventud,
Cuba.
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