Desconozco su
nombre y dónde vive.
La vi sentada en la terminal de ómnibus de mi ciudad
natal, Nueva Gerona, y no dudé en captar su rostro para mi blog.
Si sus ojos hubiesen sido azules mi asombro se habría
notado ante los presentes.
Esa viejuca que tenía frente a mi se parecía sobremanera
a mi abuelita paterna, a Josefa Caballero Hernández, “la abuela” del sector
gastronómico en la Isla.
Pensarán que es una falta de respeto mía llamarla
“viejuca”, y nada más lejos de ello.
Resulta que mi tío Emi llamaba a su mamita así,
“viejuca”, de cariño, ese cariño inmenso, tierno y maternal que brindó no solo
a sus hijos sino también a sus nietos.
Y la asocio también a la primera persona que me cargó al
nacer, ya que “Toteya”, como la llamaba cuando apenas sabía hablar, regresaba a
casa después de su agotadora jornada de trabajo, cargada de sobras de comida
para alimentar a varios perritos que tenía en su patio en Sierra Caballos, el
barrio donde vivió toda su vida.
Amor incondicional,
ese que se entrega a la Madre Mayor, a la abuela, esa personita que nos
acurrucó cuando éramos unos culis cagaos.
Amor incondicional que mi abuelita brindaba a los fieles
animalitos que la esperaban con alegría cada tarde moviendo la cola.
Sirva este sencillo artículo para sensibilizarnos con ese
ser especial que son las abuelas, las viejucas de casa, y con los animales que
nos rodean, como este bello perrito que la protagonista carga entre sus
amorosos brazos.