La noche fue testigo de un
encuentro que marcó mi vida. Eran las nueve de un domingo más, pero para mí fue
y es el domingo. Allá en la entrañable islita del Caribe, la Isla de la
Juventud, amé con la intensidad que solo es capaz de hacerlo quien cree en el
único y verdadero amor.
Nunca más he sentido en mi vida ese temblor
que provoca tener a nuestro lado a un ser que nos regala los días y las noches
con el placer del sexo y la compañía.
Lo pedí y así sucedió, no por simple
casualidad, ya estaba destinada esa persona en mi camino, y en plena calle 39
apareció, en la noche del diecisiete de abril de dos mil cinco.
La calle 39 va desapareciendo,
convirtiéndose en un bello Paseo o Bulevar, y el poste de madera con el alumbrado
público debajo del cual nos miramos fijamente por vez primera, cara a cara, ya
no existe y está solo en los recuerdos.
Fue frente a la Iglesia católica de Gerona,
mi ciudad natal, y de ahí nos sentamos a conversar en uno de los bancos frente
a la escuela primaria Enrique José Varona, en el parque Guerrillero Heroico, el
de la recuperada glorieta citadina.
Necesitábamos mayor privacidad, el cuerpo lo
pedía a gritos, y decidimos irnos del lugar. Recuerdo que necesitó orinar y lo
hizo en las ruinas de calle 37, frente a la sede de la UJC municipal. Andaba en
bicicleta, una bella bici de color azul, de las llamadas montañesas. Mientras
lo hacía, cuidaba su ciclo y le dije: Oye, me voy a robar tu bicicleta. Y su
contesta fue: Si lo haces, bien robada está.
Nunca antes había ido a orillas del río Las
Casas en la noche. Nos fuimos para el muro del malecón pinero, y ahí
desahogamos todos los deseos que teníamos acumulados desde el primer instante
de nuestro mágico encuentro.
Su olor, su sabor, su piel, sus caricias y
desenfrenos marcaron la noche y se eternizó la historia de dos seres que se
amaron por encima de todo y de todos, de las diferencias de color, de la
envidia de muchos, del rechazo de su familia.
La relación tenía la química necesaria para
nunca desfallecer ante los placeres de la cama, esa empatía que en la pareja
nos hace felices a toda hora.
Casi cinco años de convivencia bajo el
mismo techo, compartiendo el baño, la mesa a la hora de comer, y hasta en el
mismo centro de labor. Gustaba de la cocina y se esmeraba en brindarme los
deleites de los sabores de su arte culinario, ese que nació con su persona.
Cada detalle era alimento para seguir
adelante, querer, amar, y nunca parar. Con gran habilidad limpiaba la casa,
lavaba la ropa, no dependía de nadie para sobrevivir a las necesidades
cotidianas.
No todo fue felicidad, como en toda
relación, hubo momentos convulsos, celos, desconfianzas. Pero nunca faltó el
amor, ese que se ha mantenido oculto al mundo y vivo en nuestros corazones.
La historia nuestra no comenzó esa noche,
no, hay coincidencias en nuestras vidas, y hasta la bicicleta azul forma parte
de ellas.
Meses antes de conocernos, estábamos en el
aeropuerto pinero y por casualidad me paro al lado del ciclo. Su mirada, desde
cierta distancia, me fulminó, y me dije: ¡Qué se piensa, que le voy a robar la
bicicleta!
Esa fue la primera vez en sentir su
penetrante mirada, sin imaginar siquiera que estaría disfrutando sus ojos cada
día y cada noche durante tanto tiempo.
En la bicicleta salíamos en las noches y
madrugadas a tener el sexo más loco y desenfrenado en ese bendito muro a
orillas del río, o nos íbamos a la playa, a orillas del mar y allí también nos
comíamos a besos, a abrazos, a los placeres del cuerpo.
A mi mente viene ahora la tarde que
regresábamos de Playa Punta de Piedra y me quedé en trusa, sin camisa y sin
chancletas, lleno de arena, y así, sobre la bicicleta, llegamos al parque de
Los Hexágonos donde se ponía música y acudían miles de jóvenes a esa discoteca
al aire libre y que tan popular fue en aquellos años.
Entre risas y asombro nos recibieron sus
amistades, sí, las suyas, porque era una persona muy alegre, familiar,
comunicativa, amigable, y donde la sonrisa contagiosa nunca faltó ni en los
peores momentos.
Hubo una segunda ocasión antes de nuestro
definitivo encuentro, y fue también por calle 39. Recuerdo que íbamos por sus
portales, cada uno en aceras diferentes, y nos miramos a la distancia, pero fue
una mirada que presagiaba el futuro nuestro, fue algo místico, y así sucedió.
Aquel día solo fue una mirada fugaz, ni siquiera miré para atrás, y confieso
que no pasó por mi mente que fuéramos a formar una pareja. La pareja, sí, la
pareja, porque muchos todavía se acercan a mí y me dicen que en Gerona no ha
vuelto a haber una pareja así, tan unida, tan polémica, tan comentada, donde la
seriedad nos caracterizó.
Me decía en una ocasión que nosotros fuimos
los culpables de haber permitido la separación, que la separación entre nosotros
nunca tenía que haber sucedido.
Dios sabe por qué cada cual tomó caminos
diferentes, tal vez de estar juntos yo no estaría aquí, en La Habana,
conversando con miles de oyentes fuera y dentro de Cuba, o no estaría frente a
esta computadora escribiendo para este blog. O quizás su persona no estaría
lejos, muy lejos, en un frío país, a millones de kilómetros de su tierra.
La distancia y el tiempo se apodera de
nosotros, ya no hay rose, no hay caricias ni besos, no hay sexo loco como
antes, no tengo su calor, su olor, su compañía, no tengo su sonrisa ni sus
celos.
Quedan en la mente los buenos momentos
vividos y ahí está el imponente muro a orillas del río, a donde acudo siempre
que voy a mi islita y la foto que acompaña a esta crónica fue tomada en agosto
del pasado año, en el sitio exacto del primer beso, de la primera caricia,
donde los reflejos quedarán eternamente en mi memoria.
Ramón Leyva Morales
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