Debo confesarles que
el día que más disfruto caminar La Habana es al amanecer del domingo.
Poco después de
terminar una revista informativa en vivo en Radio Progreso, bajo a disfrutar
ese apacible día de la semana.
Tengo dos horas de
descanso antes de volverme e enfrentar a los estresantes micrófonos de una
emisora nacional.
A las ocho de la
mañana aún la capital duerme trasnochada por la furia del sábado, y me siento
unos minutos en el malecón con los rayos del sol brindándole el brillo a la
espuma del mar.
Después me doy una
vuelta por La Rampa, me tomo un café expreso frente a Coppelia, contemplo las
sombras que solo se distinguen bien temprano en la mañana y poco a poco me voy
enamorando de esta urbe que todavía me estresa la mente, me devora el alma y me
mantiene el cuerpo en una tensión constante.
Es la capital cubana,
esa que se deja amar en cada detalle que nos va mostrando al caminar.